jueves, 17 de julio de 2008

Para que una civilización se mantenga en un nivel elevado, debe establecer la armonía entre el espíritu y el alma

No es la primera vez que uno intenta expresar algo y de pronto, en una lectura, vemos reflejado justo lo que queríamos decir.
Eso me ha pasado con un filósofo tal vez desconocido para muchos, pero de una gran relevancia en Grecia a cominezos del siglo XX: Nikos Kazantzakis.


Kazantzakis distingue en Vida y obra de Alexis Zorbas (novela que dio lugar al film mundialmente conocido de "Zorbas el griego") tres tipologías de hombres:

· Los que se fijan como objetivo de la vida, como ellos dicen - el comer, beber, amar, enriquecerse, llegar a ser famosos;
· Luego, los que se fijan como objetivo no su propia existencia, sino la de todos los hombres; ellos sienten que los hombres no son sino uno y se esfuerzan por iluminarlos, amarlos tanto como pueden y hacerles bien;
· Finalmente, están aquellos cuyo objetivo de vida es vivir la vida del universo entero: todos, hombres, animales, plantas, astros, formamos una unidad; no somos sino una misma substancia que desarrolla el mismo y ancestral combate de transformar la materia en espíritu.



En una magistral intervención para la BBC de Londres que data de 1946, Nikos Kazantzakis expresa esta primacía de los valores espirituales:


"Para que una civilización se mantenga en un nivel elevado, debe establecer la armonía entre el espíritu y el alma. Esta síntesis debe ser el fin supremo de la lucha actual de la humanidad. La tarea es difícil, pero la llevaremos a cabo en tanto sepamos claramente lo que queremos y adónde vamos.


"Pero antes de llegar allí, es natural que vivamos el caos y la anarquía, el caos moral y espiritual. Cualquiera que hoy día entre en contacto con hombres conscientes, en cualquier parte del mundo, observa hasta en ellos las consecuencias inevitables de la guerra, es decir, los resultados de la angustia y del hambre, cansancio, ansiedad e incertidumbre; y por sobre todo la ausencia de una moral estable, universalmente reconocida, sobre la cual se pueda reconstruir la vida interior del hombre de postguerra. Pues en esto no debemos engañarnos. La verdadera reconstrucción no es la de las usinas, los barcos, las casas, las escuelas y las iglesias destruidas por la guerra. Una civilización no puede establecerse sino sobre fundamentos espirituales. La vida política y económica está gobernada por las realizaciones espirituales del hombre. ¿Cómo podrá el hombre rehacerse interiormente en un clima de cansancio, de ansiedad y de incertidumbre? No hay sino un solo medio: movilizar todas las fuerzas de luz que están adormecidas en cada hombre y en cada pueblo.


"En este momento, no hay otra salvación. Debemos movilizar todos nuestros recursos para combatir la mentira, el odio, la pobreza y la injusticia. Debemos llevar la virtud a este mundo.


"¿Cuáles son los hombres que van a llevar adelante los recursos morales de la humanidad. No podemos esperar que este grito, este toque de llamada, el más importante de todos, venga de jefes temporales. Sólo los jefes espirituales del mundo pueden y deben cumplir esta noble misión, por sobre pasiones personales. En nuestros días la responsabilidad del pensador es muy grande. Pues las pasiones son ciegas y engendran la lucha y las fuerzas materiales que el espíritu ha colocado en las manos de los hombres son formidables. De su uso depende la salvación o la pérdida de la humanidad. Miremos claramente la época peligrosa que atravesamos y veamos cuál es el deber espiritual del hombre hoy. La belleza no basta ya, ni la verdad teórica, ni la bondad pasiva. El deber espiritual del hombre hoy día es mayor y más complejo que en el pasado. Él debe aportar el orden en el caos después de la guerra y abrir un camino. Debe descubrir y formular un nuevo grito de llamada universal, capaz de establecer la unidad, es decir la armonía entre el intelecto y el corazón. Debe hallar las palabras sencillas que una vez más van a revelar a los hombres esta verdad muy simple: los seres humanos son todos hermanos".